Los pobres han sido una inspiración para el cine desde sus primeros pasos. Recordemos la adolescente que encarnaba Lillian Gish en Lirios rotos de Griffith (1919). En aquellos años, la pobreza era un recurso ideal para armar un melodrama, provocando tristeza y lágrimas en el espectador. Fue el Chaplin de los años 30 (Luces de la ciudad, Tiempos modernos…) quien hizo del pobre un elogio de la dignidad humana y de la sencillez de corazón. Las lágrimas se convirtieron en sonrisas y, sobre todo, la tristeza se transformó en una honda ternura. En 1951 Vittorio de Sica llevó a los pobres a lo más alto —literalmente— en esa obra maestra de la lírica cinematográfica que fue Milagro en Milán. Sigue un largo etcétera de películas que han afrontado la cuestión desde diversas perspectivas: sociales, políticas, reivindicativas, poéticas… Ahora volvemos a Milán, 70 años después de la obra de De Sica, y ahí siguen las personas sin hogar, que han pasado de ocupar las periferias milanesas a dormir en cajeros de banco y pasadizos del centro de la ciudad.
La película comienza con un prólogo impagable en el que un mendigo recita una versión sin techo del Cántico de las criaturas de san Francisco. A partir de ahí, la cámara nos va a llevar por las calles de Milán, donde vamos a encontrarnos con otro pueblo, otra raza invisible, anónima. Destaca una pareja: Anibal, un hombre descreído, de mal talante, marcado por un pasado que le supura, y Lilli, una mujer herida en su maternidad, y que está en el borde del desequilibrio mental.
Una noche encuentran un bebé en un contenedor. Enseguida ella se encariña, quiere cuidarlo y lo lleva a vivir a un almacén abandonado junto a otros muchos homeless, en el barrio de Bicocca, cerca de la estación Greco-Pirelli. Pero descubren un hecho sobrenatural: no todo el mundo ve al bebé. Los autosuficientes no son capaces de ver al niño.
Pan del cielo tiene la virtud de poner sobre la mesa una de las cuestiones más queridas por el Papa Francisco: el pobre como alguien al que mirar y del que aprender en un mundo satisfecho y narcisista. Pero, por otra parte, el guion de Franco Dipietro –que se inspira en una historia de Sergio Rodríguez– no acaba de explotar suficientemente la metáfora, que queda algo abstracta y ambigua en su propuesta. Es decir, ¿qué hay más allá de poder ver o no ver al niño?, ¿quién es el niño?, ¿cuál es realmente su misión? Todo queda demasiado abierto y muy confuso para un espectador no educado en una sensibilidad religiosa. La película deja claro que el niño no entiende de religiones, que «es para todos», y de hecho le ve un musulmán, pero no un sacerdote católico. Sí le ven un franciscano y una religiosa que es claramente un guiño a la madre Teresa de Calcuta. Pero a pesar de lo excesivamente abierto del filme, la propuesta es valiosa e interesante, y su director, Giovanni Bedeschi, entronca en esta su ópera prima con el cine de su paisana Alice Rohrwacher (Lázaro feliz, 2018).
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